mi visión de la montaña

Subir montañas es la osadía convertida en humildad, bajarlas es la osadía convertida en gratitud

miércoles, 8 de diciembre de 1993

Odisea en La Vallée Blanche y La Mer de Glace

Con toda la ilusión del mundo llegamos soñolientos Toño, Javi y yo a Chamonix, tras toda una tarde y su noche conduciendo a turnos desde Oviedo. Para Javi y para mí, era nuestro primer contacto con los famosos Alpes que tanto nos fascinaban por sus fabulosas montañas y sus historias épicas. No era por tanto casualidad que eligiéramos la "Meca" del alpinismo para estrenarnos en los Alpes.
Con ventipocos años, empuje y ganas de aventura era lo que nos sobraba. Tanto que planeábamos la disparatada "hazaña" de realizar la ascensión al mismísimo Mont Blanc por la ruta de los cuatromiles y en pleno diciembre. Contando además, por si fuera poco, con un vivac a mitad de camino a más de 4.000 m. porque lógicamente en esa época los días eran muy cortos....En fin, teníamos ya leídos y reeleídos todos los libros sobre este macizo del Mt. Blanc, sus vías, sus historias y todo sobre las técnicas del alpinismo en glaciares.....pero sin experiencia en este tipo de montañas y sobre todo en lo más crudo del invierno no sería menos que un suicidio colectivo. Creo que a nadie cuerdo se le ocurriría algo así aunque fuera un experto. Pero como decía, éramos jóvenes...
Los primeros días de la semana los pasamos esquiando en las estaciones de la Flégére y Argentier disfrutando como nunca de aquellas enormes e interminables pistas de esquí en medio de espectaculares paisajes que sólo habíamos visto en las fotos de las revistas. También tuvimos tiempo para acercarnos a uno de los glaciares que en su parte final acababa cerca del valle, escalando el hielo de unos seracs de color turquesa y con unas formas alucinantes.
Desde luego que la semana la estábamos aprovechando bien, aunque los partes meteorológicos no acababan de anunciar el tiempo estable que deseábamos. Gracias a ello nos salvamos de meternos en un buen marrón o de algo peor, pero como la impaciencia nos podía y más aún teniendo muy poco margen de días por delante antes de tener que volver a casa, decidimos, viendo que lo del Mt. Blanc no podría ser, gastar el último cartucho subiendo el Mt. de Tacul (4.248 m.) por el corredor Gervasutti, para después aprovechar y bajar esquiando todo La Vallée Blanche y La Mer de Glace hasta Chamonix.
El día elegido amaneció espléndido y a primera hora ya estábamos esperando para subir en el primer viaje del vertiginoso teleférico de Aiguille du Midi. Nos resultó extraño no ver más que algunos turistas y ningún alpinista. Sólo un guía que llevaba a un cliente para bajar esquiando La Vallée Blanche y La Mer de Glace. Pero claro, todavía no sabíamos que no era época para las grandes escaladas...No reparamos más en ello porque íbamos mirando sin pestañear a través de los cristales de la cabina, el apabullante paisaje de agujas y glaciares con sus impresionantes seracs colgados sobre el vacío.
Llegamos arriba y atravesando la cueva de hielo nos asomamos afuera contemplando alucinados el espectacular panorama de cumbres y glaciares. Sin embargo, no tardamos en percatarnos que lo que teníamos por delante era algo con lo que no contábamos. Y no era otra cosa que lo que se suponía que debería ser una trinchera en la nieve como una "autopista" con pasamanos y todo, para pasar caminando sin ninguna dificultad, tal y como habíamos visto en tantas y tantas fotos, era en cambio una arista blanca afilada como un cuchillo y con un patio a ambos lados como para quitar el hipo. Este contratiempo nos puso los pies en el suelo y también a prueba porque nos estrenábamos en este tipo de terreno. El de las famosas aristas alpinas.
Con la misma sensación de mareo que teníamos cuando salíamos de las sidrerías, pero esta vez debido al cambio tan brusco de altitud, (desde los 1.000 hasta los más de 3.800 m.), empezamos a prepararnos decidiendo "enchorizarnos" (nuestro argot para referirnos a encordarse). Poco después comprobamos que había sido un error porque el ensamble entre tres por la arista nos estorbaba más que ayudar, con la cuerda tensando y destensando cada dos por tres. Especialmente con los cambios de ladera que teníamos que hacer, donde casi pierdo un esquí que se me había soltado de la mochila por culpa de la dichosa cuerda y que agarré de milagro antes de que se fuera volando hacia el vacío. Recuerdo entonces fijarme en el pavoroso patio hacia este lado con la friolera de 2.800 m. de caída, sobre Chamonix que se veía a vista de avión y anclado a la arista sólo con las puntas frontales de los crampones y el piolet.
Terminamos por fin la arista que tanta guerra nos había dado y en la que habíamos perdido un tiempo precioso. Nos tuvo tan concentrados que no nos dimos cuenta de lo que se avecinaba por el sur...Mientras disfrutábamos todavía del sol y unos tolerables -15^C sin viento, en frente se dejaban ver unas nubes sospechosas empujadas por el efecto Föhn o Fohen (lo que para nosotros era una surada, es decir un frente cálido proveniente del sur que al chocar con las montañas sube, se enfría y se precipita rápidamente sobre la ladera norte, quedando sin embargo despejado y caliente en los valles).
Viendo ese panorama, descartamos rápidamente cualquier historia con el Mt. de Tacul, y la prioridad se centraba en perder altura rápidamente antes de que nos engullera el frente. La idea de tener que esquiar a ciegas por aquellos inmensos glaciares repletos de grietas daba algo más que yu-yu...
Pero tal y como ya nos había pasado alguna que otra vez, cuando en la montaña las cosas van mal hay cierta predisposición para que se pongan peor...y así fue.
Yendo por partes, el mal tiempo corría más que nosotros y bajar hasta La Vallée Blanche aunque fuera esquiando resultaba más lento de lo previsto. Al nublarse la falta de relieve no nos dejaba ver bien las acumulaciones de nieve venteada con lo que a veces chocábamos con ellas clavándose los esquís y nosotros detrás de cabeza al suelo. Por si fuera poco Toño sufría como nunca el mal de altura. Le costaba un triunfo esquiar y más aún al tener que levantarse con todo el peso de la mochila tras las continuas caídas. Javi iba bien respecto a la altura, pero lo llevábamos engañado porque si bien se defendía más o menos esquiando por pistas de las estaciones de esquí, esto suponía un cambio radical para él. Por mi parte, que era de esperar que no tuviera problemas para esquiar en cualquier montaña, se me había ocurrido la "feliz idea" de llevar las botas de plástico de escalar para esquiar, contando con un descenso fácil y así ahorrarme cargar con las botas de esquiar, tal y como habían tenido que hacer mis amigos. En aquellos años íbamos bastante pelados de dinero como para tener un equipo completo de esquí de montaña y nos apañábamos de esta forma, cargando con los esquís y las botas de pista a cuestas.
Así que sumando factores, realmente las cosas se estaban poniendo feas. Ni que decir tiene que estábamos desvirgando todo el trayecto, sin ninguna huella de referencia ni nada. Íbamos por puro instinto mientras el cielo se nublaba cada vez más y la visibilidad empeoraba. Aún así, tuvimos tiempo para contemplar el lugar que estábamos atravesando, incluyendo el gran corredor Gervasutti del Mt. de Tacul que se veía pindio de narices.
Descendíamos yendo yo adelantado para ir localizando las primeras grietas que se dejaban ver del glaciar de Geant e indicar el camino correcto a mis compañeros. Pero para entonces el frente ya nos había alcanzado de lleno sumándose la ventisca para completar así la pesadilla perfecta para transitar por un glaciar. Ya no veía a más de 10 m. y cada sombra me parecía una grieta. Y cuando localizaba realmente una era sólo cuando estaba demasiado cerca de ella. Creo que nunca sometí a mis ojos a tanto estrés, tanto que ya dudaba de lo que realmente veía y el pobre Javi se ofreció a darme un relevo para que descansara mientras acompañaba a Toño que no acababa de recuperarse a pesar de que habíamos descendido bastante. Valoramos si encordarnos pero entre la falta de experiencia y las circunstancias del momento, decidimos seguir con uno de avanzadilla tomando todas las precauciones posibles y confiando en llegar pronto a una cota en la que la visibilidad mejorara. Pero como la ventisca arreciaba nos vimos obligados a parar en medio de la nada sin tener ni idea de por donde tirar. Todos necesitábamos un descanso y aprovechamos para comer y beber algo. Para colmo, durante las caídas a Toño y a mí se nos debieron abrir nuestras cantimploras vaciándose casi por completo. Teníamos sólo el agua de uno para los tres.
Mientras ojeábamos el mapa para ver por donde seguir, la ventisca apaciguó despejándose lo suficiente para ver donde estábamos, cuando de repente vemos a lo lejos al guía con el cliente que habíamos visto en el teleférico y que también bajaban muy lentamente. Intentamos a voces preguntarles acerca del camino a seguir pero con el viento en contra no pudieron escucharnos bien, y sólo acertamos a oir al guía que en inglés nos decía que no nos quitáramos los esquís. Después volvió de nuevo la ventisca y desaparecieron. Con la referencia de su posición esperé a que volviera a remitir la ventisca. Por suerte, parecía que el efecto malicioso del Fohen se iba a quedar por encima de la cota donde estábamos, abriéndose de vez en cuando grandes claros en el cielo. Cuando uno de esos claros parecía que aguantaba salí disparado con los esquís puestos hasta donde habíamos visto al guía con el cliente. Confiaba en ver sus huellas pero al llegar allí compruebo que la ventisca lo había borrado todo de un plumazo. Frustrado avancé otro poco para ver si los veía, pero ante mí sólo había un caos de seracs y grietas.
Oí a mis compañeros que me llamaban para ver que pasaba cuando mirando al suelo veo algo brillante y oscuro junto a mis esquís. Con delicadeza limpio un poco la nieve arrastrada por la ventisca y me quedo helado al comprobar que estaba sobre un techo de hielo cristalino y tras él veía la negra oscuridad de una grieta. Con el susto en el cuerpo retrocedo velozmente siguiendo mis pasos hasta reunirme de nuevo con mis compañeros que esperaban impacientes las buenas noticias que finalmente no llegaron. Viendo lo peligroso que era forzar buscando las huellas borradas de los otros esquiadores, decidimos continuar con precaución por el mejor camino posible entre los seracs del glaciar de Geant que es donde está la parte más empinada de la ruta. Afortunadamente habíamos dejado definitivamente el mal tiempo atrás y teníamos plena visibilidad. Sin embargo la esquiada se tornaba más delicada y expuesta al tener que ir por pasillos de mayor inclinación entre enormes grietas que parecían esperar una caída nuestra para engullirnos. Yo con mis botas de escalada no podía esquiar nada cómodo ya que el pie no iba fijo como en las botas convencionales de esquiar y junto con el peso de la mochila cada giro era un esfuerzo tremendo tanto físico como de concentración. A Javi no le iban mejor las cosas ya que esquiar por primera vez en un sitio así con esa exposición, le obligó sin remedio a echarle un par, y Toño bastante tenía con sobrellevar el malestar y el agotamiento que llevaba arrastrando debido a la altura. Y así fuimos descendiendo lentamente buscándonos la vida hasta llegar a un último resalte que no era otra cosa que un grupo de seracs redondeados que nos separaban del la planicie del La Vallée Blanche. Buscamos otras opciones pero no encontramos más que cortes verticales y grietas, así que decidimos rapelar la panza del serac enterrando unos esquís y un piolet en la nieve. Me tocó el último para desmontar el tinglado y bajar destrepando con los dos piolets y los crampones, pero por suerte el perfecto hielo glaciar bajo la capa de nieve que cubría la panza del serac me facilitó mucho las cosas para destrepar seguro y sin contratiempos.
Por fin alcanzada la planicie del glaciar, nos tomamos un merecido descanso para comer. Allí resguardados del viento, el sol calentaba bastante, así que por primera vez en el día estábamos cómodos. Mientras comíamos le dábamos vueltas al mismo tema: cómo es posible que una ruta así que debería ser casi un paseo de 3 horas para disfrutar de una estupenda esquiada se pueda convertir en la pesadilla que estábamos padeciendo. De hecho, nos dimos cuenta de la cantidad de tiempo que habíamos invertido en llegar hasta allí, que no era ni la mitad del camino. Solamente nos quedaban poco más de dos horas de luz, pero viendo la llanura que teníamos por delante confiábamos en recuperar el tiempo perdido yendo por un terreno que a priori se presentaba más sencillo.
Pero justo al levantarse Javi intentando apoyarse sobre los bastones, éstos cedieron rápidamente hundiéndose en la nieve completamente...Toño y yo que ya teníamos los esquís puestos le dijimos con toda la calma que nos fue posible que se acercara hacia nosotros arrastrándose lentamente para ponerse los esquís. Menudo día llevábamos. No salíamos de un susto para estar ya metidos en otro...
Pasado el incidente, continuamos descendiendo por la suave pendiente durante un buen rato, siendo sin duda el tramo que más disfrutamos, esquiando en medio del enorme glaciar al que se le juntaban otros dos formando La Mer de Glace. Sin parar de descender íbamos mirando hacia todos los lados contemplando míticas montañas como Los Drus, La Aiguille Verte, Les Droites, etc... e incluso hacia atrás con los impresionantes Grandes Jorasses y el Dent du Geant. Sentimos como nadie la grandiosidad de los Alpes, "navegando" solos por ese inmenso mar de hielo que iluminado con las últimas luces del día, no hacía más que engrandecer aquel mágico momento.
Apareció entonces como de la nada una avioneta que volaba bastante bajo por encima de La Mer de Glace e hizo un par de pasadas por encima de nosotros. No le dimos importancia porque lo achacamos a que les resultaría extraño ver gente por ahí en esa época y a esas horas....Pero pensándolo más tarde, el motivo sería otro ya que unos minutos después mientras charlábamos relajadamente descendiendo a velocidad de crucero, comenzamos a ver unas líneas oscuras sospechosas en el horizonte blanco. Por precaución fuimos reduciendo la velocidad hasta poder identificar mejor aquello, hasta que al acercarnos más, a unos 50 m. , pudimos ver asombrados unos impresionantes acantilados de hielo donde el glaciar se partía bruscamente.
Tras unos segundos en silencio, consultamos el mapa y caímos en la cuenta de nuestro error al descender por el centro del glaciar cuando en ese tramo el mapa indicaba que la ruta se arrimaba al margen izquierdo en sentido descendente para evitar precisamente lo que teníamos delante de nosotros. No teníamos más remedio que retroceder para conectar de nuevo con la ruta y por si fuera poco con nuestros esquís de pista caminando como pingüinos y además con la noche que se nos echaba encima.
Que cada uno imagine toda clase de maldiciones, tacos y cagamentos varios, porque los dijimos todos. Estábamos ya con la gasolina de reserva y necesitábamos dar con el camino correcto lo más rápido posible antes de que oscureciera completamente. No estoy seguro pero por lo menos fue una media hora caminando remontando a todo trapo hasta salvar el escoyo y retomar de nuevo el camino descendente que parecía como poco...complicado. La falta de luz ya se hacía patente y delante teníamos otra vez un laberinto de seracs de todos los tamaños cubiertos de nieve y a saber con cuantas trampas escondidas bajo la nieve. Empecé a pensar seriamente que quizás tendríamos que vivaquear precariamente en algún agujero, pero sin más ropa que la que llevábamos, media tableta de chocolate, sólo un par de sorbos de agua para cada uno y una larga, muy larga noche de diciembre por delante, el panorama se presentaba demoledor. Además como si hubiéramos tenido un presentimiento o simplemente conocíamos bien nuestra facilidad para meternos en marrones, habíamos dejado al casero del apartamento donde nos alojábamos, una nota que rezaba así en un inglés que dejaba mucho que desear: "Hoy subiremos en el teleférico de de Aiguille du Midi para intentar subir el Mt. de Tacul por el corredor Gervasutti para bajar después esquiando La Vallée Blanche y La Mer de Glace hasta Chamonix. Si no llegamos después de las 20:00 horas, por favor avisar al equipo de rescate". Menudo recadito para el pobre hombre....
Volviendo de nuevo a nuestra odisea particular, estábamos agotados, con la moral ya muy tocada y sin saber que decirnos. Milagrosamente al avanzar un poco encontramos unas huellas de esquís al inicio del descenso de la lengua terminal del glaciar. Afortunadamente la ventisca no las había borrado del todo y aunque a veces se perdían no tuvimos problemas en volverlas a encontrar. Por fin la suerte que nos había sido tan esquiva se ponía de nuestro lado en un momento crucial, lo que nos dio una buena inyección de moral. Nos apresuramos en seguir perdiendo metros hasta abandonar este larguísimo glaciar. Ahora solo nos quedaba conectar con la pista que a través del bosque nos dejaría en un santiamén en Chamonix. Pero poco dura la alegría en la casa del pobre porque delante de nosotros teníamos las rampas de la morrena glaciar que obligatoriamente había que remontar. Son sólo apenas unos 100 m. de desnivel pero sin esquís de montaña con los que poder foquear con comodidad, tener que hacerlo a pie con todo el peso sobre nuestras mochilas y hundiéndose por encima de las rodillas, resultó un esfuerzo titánico al límite de nuestras escasas fuerzas. Para entonces ya era noche cerrada y nos arrastrábamos literalmente por la nieve alumbrados con nuestros frontales. No recuerdo el tiempo que nos llevó pero desde luego que se nos hizo eterno como un "via crucis". Completamente fundidos alcanzamos por fin la cabaña donde comienza la pista forestal que baja a Chamonix. Tirados en el suelo como escombros, acabamos con las últimas onzas de chocolate.
Si bien todos habíamos sobrepasado nuestro límite conocido de agotamiento, Toño debió ir más allá porque nos dijo que él se quedaba allí. Que no podía ya ni levantarse y que siguiéramos nosotros. Le contestamos que después de todas las penurias y ya tan cerca del final había que dar el resto, no sabíamos como pero había que darlo. 
Tras un buen descanso para recomponernos decidimos que yo me adelantara ya que era el que podría esquiar más rápido, para llegar a tiempo antes de la hora límite que nos habíamos impuesto. Mientras Javi se quedaría un rato más con Toño para descansar, beber el último sorbo e ir bajando como pudieran.
Miré el reloj y marcaban las 19:40. Veinte minutos para bajar unos 600 m. de desnivel a lo largo de 4 kilómetros de pista más un buen paseo por Chamonix, era algo ajustado pero no imposible. Sin embargo tener que tirarse a tumba abierta esquiando por una pista desconocida en plena noche con sólo la ayuda de mi frontal y unas botas del todo inadecuadas para esquiar, sin contar el peso implacable de la mochila y un agotamiento extremo, me llenaba la cabeza de dudas, aunque más fuerte eran las ganas de llegar por fin a casa y beber. Sobre todo beber, porque llevaba no se cuanto tiempo con la luz de reserva agotada pitando en mi mente.
Así pues, para allá que me lancé. Hacia la más negra oscuridad ya que la pista transitaba a través de un tupido bosque de abetos que bloqueaban cualquier atisbo de luz. La nieve estaba ya muy helada y los esquís rápidamente cogieron una velocidad peligrosa. Teniendo en cuenta que no veía más de 20 m. delante, sin margen de reacción, llegó el primer susto con la primera curva cerrada después de un tramo de curvas largas y veloces. Bien creía que me mataba despeñado por aquel talud que se precipitaba hasta el fondo del valle. No sé cómo, pero pasé por el mismo filo clavando los cantos de mis esquís con las últimas fuerzas que tenía, maldiciendo una y otra vez la nefasta idea de no haber llevado también mis botas de esquiar. Todavía hubo unas cuantas curvas más que fueron un auténtico tormento para mis piernas, las cuales padecían como nunca las consecuencias de la deshidratación galopante que arrastraba con pinchazos y amagos de calambres. Pasada la zona de las curvas llegaba algo no menos peligroso porque ahora tenía una larga diagonal descendente donde no tuve más remedio que acoplarme en posición de descenso, aumentando la velocidad pero también mi precaria estabilidad. En ese momento rezaba porque no hubiera ninguna curva cerrada más ya que estaba seguro que no podría frenar a tiempo....Abrí el foco de mi frontal al máximo para poder ver lo más posible y poco después podía atisbar a lo lejos una luz de lo que parecía ser una cabaña. Según me acercaba no acababa de distinguir bien lo que había antes de la cabaña. Eran como unas vallas y un cartel que pronto ví claramente y no era otra cosa que una señal de: atención cruza un tren!. Me dí cuenta al instante de que se trataba del funicular que sube hasta el mirador de La Mer de Glace. Todo esto fue cuestión de segundos y claro, ahora veía bien que lo que asomaba entre la nieve era el raíl cremallera del tren y por supuesto, era demasiado tarde para frenar aunque tampoco tenía intención de hacerlo. Iba ya tan enchufado con mi particular descenso "suicida" que bien pensé que con la velocidad que llevaba podría pasar por encima saltando un poco. Increíblemente así fue, si bien los cantos de los esquís rozaron armando un ruido tremendo y estridente, como cuando roza el metal contra metal con fuerza, saltando un montón de chispas que en medio de la noche bien parecía que había pasado el metro urbano. Tal fue el estruendo, que pude ver como salía alguien de la cabaña apresuradamente para ver que había pasado, pero sólo encontró la tenue luz de un frontal que se perdía por la pista del bosque a toda velocidad.
Finalmente llegué hasta las pistas de esquí allí existentes, lo cual fue un alivio para mis pobres piernas encontrarme una nieve recién planchada por las máquinas pisa-pistas. Rápidamente descendí por ellas hasta llegar al pie de la carretera. Me quedaban escasos 10 minutos para las 20:00 horas, pero faltaba todavía bastante para llegar hasta nuestro apartamento. Recogí de nuevo mis esquís para ponerlos en la mochila y partí de nuevo a ritmo de trote cochinero porque no daba para más. Pude ver mientras me alejaba, las luces de mis compañeros que ya venían, lo cual me alegró porque no estaba tranquilo habiéndolos dejado allá arriba.
Con la cuenta atrás metida en mi cabeza, busqué el camino más corto y crucé la autopista de Chamonix aprovechando el escaso tráfico, dándose la cómica escena de ver a un tipo equipado hasta los dientes con material de alpinismo incluyendo esquís, casco y frontal, saltando no sin esfuerzo la mediana de la autopista. El resto no fue más que una travesía urbana por las calles desiertas de Chamonix, hasta llegar por fin a la puerta de nuestra casa justo cuando repicaban ya las campanas de las ocho de la tarde. Allí estaba el pobre casero esperando con cara de preocupación y sólo tuve fuerzas para indicarle con el dedo pulgar levantado que todos estábamos bien, mientras jadeando y tumbado sobre mi mochila esperaba a mis amigos.


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